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viernes, 4 de octubre de 2013

Imagina que durante toda tu vida has sido prisionero en el fondo de una caverna subterránea. Tienes encadenados los pies y las manos, mientras que tu cabeza está sujeta de tal modo que no puedes ver más que la pared del fondo que queda frente a ti. A tu espalda se ha dispuesto un fuego, y entre tú y el fuego una especie de camino a lo largo del cual unos hombres muestran todo tipo de objetos.  Las sombras proyectadas en el fondo de la caverna de tales objetos son lo único que tú y tus compañeros conocéis, lo único de lo que habéis hablado y en lo único en lo que habéis pensado.

Imagina ahora que uno de los prisioneros se libera de sus cadenas y se levanta. Poco a poco, y con dificultad, comienza el ascenso desde el fondo de la caverna. Al principio deslumbrado por el fuego y confundido con los hombres que pasean los objetos. Debe habituarse a su nueva situación, consciente del origen de las sombras que había tomado por reales. Lentamente, afirma Nigel Warburton, “se va haciendo consciente de la pobreza de su vida interior”. Finalmente, y con mucho esfuerzo, consigue salir de la cueva y, expuesto a los rayos del sol, queda nuevamente deslumbrado. Pero cuando sus ojos logran acostumbrarse a la luz, contempla las realidades de las que hasta el momento solo conocía las sombras, y de las que han sido privados sus compañeros de cautiverio, y descubre el sol que las hace visibles.

Pero aunque parezca mentira, el antiguo prisionero que ha descubierto un mundo tan extraordinario decide, ansioso, que debe compartir su descubrimiento. Cómo no regresar con sus compañeros para decirles: “estáis locos de seguir encadenados ahí abajo y de dejaros engañar por las sombras”. “Pero no veis lo ignorantes que sois”. Vuestro mundo es una mentira, un gran engaño.

Así que, el antiguo prisionero vuelve a descender a la caverna, pero como ahora no está acostumbrado a la oscuridad va dando traspiés en su descenso, convirtiéndose en el hazmerreír de todos. Piensan que su viaje le ha trastornado y que, por las cosas que les cuenta, se ha vuelto completamente loco.

En el mito de la caverna, que aparece reflejado en el libro VII de La República, Platón expresó que hay hombres que prefieren la oscuridad de sus prejuicios al resplandor de la verdad. De esta manera, el discípulo de Sócrates, equipara la situación de nuestra naturaleza en el mundo con la que padecen los prisioneros atados desde la niñez en el fondo de una caverna.

Es evidente que la intención del filósofo ateniense es la de presentarnos un retrato de la condición humana: sin educación, las personas dan por real lo que solo son conjeturas, sombras, imitaciones. Solamente a través de la educación, de la buena educación, será posible superar esta confusión.

De ahí que para Platón, la filosofía consista en una actividad, en un proceso, en una ascensión en la que lo que cuenta es la marcha, el camino hacia el exterior. Roger-Pol Droit afirma que “el filósofo no es un antiguo prisionero sino más bien un eterno fugitivo” que, aun a riesgo de que lo tomen por loco, e incluso intenten acabar con su vida, decide regresar al interior de la caverna para intentar convencer a sus antiguos compañeros de que existe una realidad distinta a la que ellos conocen. Y es que la filosofía, como afirma Fernando Savater, “es siempre cosa de dos”; sin el otro no hay filosofía que valga, porque para Platón, pensar significa introducirse en una conversación, participar: “quién ha contemplado una vez la verdadera realidad de las cosas no puede guardarse esta experiencia para él solo”, nos dice Jeanne Hersch en El gran asombro.

Pero para salir de la caverna, uno tiene que pensárselo mucho. ¿Es posible, e incluso deseable, abandonar este mundo feliz? ¿No será más conveniente seguir estando ocupados en algo, aunque no sepamos en qué? ¿No es más sencillo continuar disfrutando de la representación en el patio de butacas como meros espectadores, tomando como real lo que solo es una ilusión?

Y en el fondo, ¿tiene sentido hablar de un mito que se escribió hace más de 2.500 años? ¿No estará pasado de moda? ¿Existen actualmente habitantes en la caverna? ¿Quiénes son? ¿Cuántos hombres hay viviendo en las sombras? ¿Es aconsejable releer un libro de filosofía en esta “civilización mundial telemática”, como la llama Peter Sloterdijk, que acaba de nacer? 




Es evidente que los habitantes de la caverna se han multiplicado por millones, y que continúan atados, limitados, organizados, en torno a una imagen que “vale más que mil palabras” y que representa nuestra cultura occidental. Y es que el conocimiento no consiste únicamente en lo que percibimos sino en aquello que puede ser comprobado, puesto en duda, criticado, apaleado, desmontado, argumentado y contra/argumentado a través de la razón. Parece ser que lo que ahora importa en “Telépolis”, como lo llama Julio Quesada, no es el conocimiento sino “la opinión pública”.

Imagino que todo el mundo conoce el final de la alegoría platónica. El prisionero liberado que regresa a la caverna es asesinado por sus compañeros que prefieren no creer sus historias y permanecer al amparo de las sombras. De esta manera, la muerte del protagonista le convierte en inmortal.

Platón escribe el mito de la caverna para llevar a cabo un ajuste de cuentas con la sociedad democrática de su tiempo que condenó a muerte a su maestro Sócrates en el 399 a.c. Su crimen, “bajar la filosofía del cielo, buscarle acomodo en las ciudades, e introducirla en los hogares”, como muy bien dice Cicerón en Tusculanas. O en otras palabras: descender hasta lo más profundo de la caverna y aceptar, de una manera consciente y responsable, la muerte como liberación, como ejemplo, como emblema.
Si es cierto, como dice Burnyeat que “siempre hay alguien, en alguna parte, leyendo  La República”, tal vez, y solo digo, tal vez, aun no esté todo perdido.

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