Vistas de página en total

lunes, 14 de febrero de 2011

TEORÍAS POLÍTICAS MODERNAS

Maquiavelo: la invención de la razón de estado.

Maquiavelo ha sido considerado por muchos como el primer representante de la filosofía política moderna.[1] Vivió en Florencia, en la época del Renacimiento, donde sirvió en la corte de los Medici. Estos fueron príncipes florentinos, y bajo su administración la ciudad italiana se convirtió en una de las ciudades más prósperas de Italia y del mundo. En realidad no eran aristócratas de nacimiento, sino burgueses aristocratizados. Maquiavelo compone para la casa de los Medici una obrita llamada El príncipe, en la que expone cómo debe ser la educación y el carácter de éste.
La contribución más importante de Maquiavelo a la teoría política es la separación entre ética y política; concretamente, el otorgar a ésta carta de independencia respecto a aquella. Con Maquiavelo la política se hace autónoma. Durante la edad media, la filosofía política dominante era la de Santo Tomás. Para éste la política debía ser ante todo cristiana, inspirada, o al menos coherente, en el Evangelio. Para Maquiavelo, la ética sigue siendo ante todo un discurso que proviene de la religión cristiana; pero, y ésta es la novedad, la política ya no debe supeditarse a aquélla. Antes al contrario, el príncipe que haga del mensaje de caridad del evangelio el axioma de su política se arruinará él y arruinará al estado. Este, el estado se convierte en el principal fin de la vida política, y a su conservación y su robustecimiento deben  dirigirse los esfuerzos del príncipe, por encima de cualquier tipo de consideración ética. El estado, y no la moral, es el principal fin del príncipe, y ello con independencia de cualquier otra consideración. Por eso la divisa del maquiavelismo político es la frase el fin justifica los medios. O sea, el mantenimiento y reforzamiento del estado están por encima de las consideraciones éticas. Así Maquiavelo inventa una de las categorías políticas más importantes de todos los tiempos, y sobre la cual todavía en nuestros días seguimos discutiendo: la Razón de Estado: el estado está por encima de la ética, y su defensa justifica el quebranto de la moral.
El mejor ejemplo que conozco para simbolizar el pensamiento de Maquiavelo se lo debemos a un texto autobiográfico del gran Lev Tolstoi. El piadoso escritor ruso paseaba una mañana a caballo cuando, al pasar ante las verjas de un cuartel observó cómo un soldado recibía crueles latigazos. Indignado se dirigió al oficial que supervisaba el castigo instándole a responder si acaso no había leído el Evangelio. El oficial, en este caso, y aun sin saberlo, auténtico eco del florentino Maquiavelo, contestó genialmente: “¿y usted, señor, no ha leído usted el código militar?” En fin, hace poco hemos venido a conocer un acontecimiento que supera, si no en plasticidad sí en magnitud, la anécdota entrañablemente decimonónica que Tolstoi nos refiere: pensad en el reciente asalto a la embajada japonesa en Lima llevado a cabo por las fuerzas de asalto peruanas.

Th. Hobbes y J.J. Rousseau: las teorías del pacto


Quizá la categoría más importante de la filosofía política de los siglos XVII y XVIII se la de pacto o contrato social. Sus dos teóricos más importantes fueron el inglés Thomas Hobbes y el ginebrino Jean Jaques Rousseau. No sólo eso, sino que si hubiese que elegir cinco pensadores de la filosofía política de todos los tiempos ambos estarían en ese grupo. Incluso el gran historiador de las ideas Amos Funkenstein ha llegado a decir en una obra reciente, Theology and the Scientific Imagination –XIV and XVII Centuries- (Princeton and Tel-Aviv, 1987) que toda la filosofía política de la modernidad no es sino un dudoso intento de refutar la s terribles tesis de Hobbbes. En cuanto a Rousseau, es el creador de la teoría moderna de la democracia y de la legitimidad política. Aquí, por desgracia, sólo podemos dar unas breves notas de uno y otro.

Hobbes


El pensamiento de Hobbes difícilmente se entiende sin apelar a la experiencia de guerra civil y religiosa que azotó a Inglaterra en la primera mitad del siglo XVII. Durante ella diversos partidos luchan ferozmente por el poder sobre las islas británicas. En realidad, cada uno de ellos lo hace con la espada en una mano y su propia traducción de la Biblia en la otra[2]. Si recordáis, el protestantismo no impone una interpretación única del texto sagrado, lo que favoreció que muchas de las sectas e iglesias cristianas se alzaran como únicos representantes de la verdadera. Esto, aparte de otros intereses llevó a Inglaterra a la guerra civil. La guerra proporcionó a Hobbes la experiencia del terror, y de ella parte su pensamiento político. Hobbes tiene una imagen pesimista del hombre: éste, por naturaleza es un lobo para el hombre /homo homini lupus/. El egoísmo es el sentimiento que en él predomina. Este hecho es el causante de que el estado natural de los hombres sea el de una guerra civil de todos contra todos bajo la cual, y esto es importante, todos pierden. La guerra es lo que la política debe evitar; la paz su gran finalidad a la que todo lo demás debe subordinarse. Para ello, según Hobbes se debe firmar un pacto. Mediante este pacto los hombres se comprometen a una renuncia: renuncian al poder que la naturaleza les ha otorgado (y que antes utilizaban para imponerse a otros hombres igualmente egoístas) y lo entregan a un soberano. Una vez que han cedido al soberano el poder, éste, y nadie más, legislará, tanto acerca de lo civil como de lo religioso. Ahora todos los individuos han perdido gran parte de su libertad pero el conjunto de la sociedad ha ganado paz.
Debemos hacer al menos una apreciación: realmente, Hobbes no cree que exista, en el tiempo, en la historia, un estado de naturaleza y que los hombres se reúnan para ponerle fin e inaugurar así el estado civil o político. En realidad, la idea de pacto es una ficción útil que sirve a Hobbes para expresar cuáles son las diferencias entre el caos político, donde nadie tiene legitimidad, sino que todos se la disputan, y el estado civil, donde existe un soberano cuya autoridad   garantiza la paz.
Otro de los temas importantes es el de la renuncia: en el pacto los individuos se someten al soberano renunciando a su poder. En realidad es una brillante imagen para expresar lo que ocurre en cualquier sociedad, también la nuestra, en la que muchas veces no estamos de acuerdo con la ley pero debemos obedecerla porque luchar contra ellas podría llevar a pérdidas mayores. Por ejemplo, puedo estar en desacuerdo con la ley del aborto, pero si crease un grupo terrorista para acabar con los médicos y políticos antiabortistas, las consecuencias serían más graves que aquellas que una ley que –supongamos- yo considero injusta produce.
Para entender el pensamiento de Hobbes en su contexto histórico debemos tener en cuenta que a principios de su siglo Inglaterra todavía estaba fraguando el estado moderno, y mantenía un pie en la época medieval. Así, todavía quedaban muchos nobles con capacidad de enfrentarse con otros como ellos o contra el mismo monarca. El pensamiento hobbesiano es testigo de las dificultades que asistieron a la aparición de los estados modernos asentados sobre el poder absoluto de un soberano. Quizá por ello, hoy que vivimos conflictos civiles como el terrorismo –tan similar en cierto modo a los nobles rebeldes a los que el estado moderno debió someter- la obra de Hobbes, con todas las correcciones y actualizaciones que se quiera, sigue siendo actual.

Rousseau


“Los hombres nacen libres por naturaleza, pero en todas partes viven encadenados”. Así comienza una obra capital: El contrato social, escrita por Rousseau en el siglo XVII. Otra vez aparecen categorías que había usado Hobbes: estado de naturaleza, estado civil (político). Pero hay una diferencia sustancial: en Hobbes el estado natural era una etapa donde sólo el caos del individualismo egoísta y la guerra de todos contra todos gobiernan, y el estado civil, sancionado mediante un pacto venía a superar aquel primer estadio. En Rousseau, al contrario, parece que existe una añoranza de aquel estado de naturaleza, descrito como aquel en el que todos son libres; así como una queja respecto de la etapa de civilización política (regida por leyes) en la que todos “viven encadenados”. Mientras que en Hobbes se debía superar el estado de naturaleza mediante un pacto, para Rouseeau, lo que necesita solución es la etapa política. Lo es porque el problema detectado por Rousseeau es que los hombres viven sometidos a leyes en cuya elaboración ellos nada han tenido que ver. Rousseau no propone, como a veces se ha querido ver, la vuelta a un presunto estado de naturaleza –esto es imposible y él lo sabía- sino el paso de una sociedad civil ilegítima (donde las leyes son dictadas por un(os) individuo(s) concreto(s)) a otra legítima en la que las leyes son elaboradas por todos aquellos que deberán cumplirlas: sólo esta sociedad, en la que el ciudadano no sólo se somete a la ley, sino que también le ha sido dado el derecho a crearla, es legítima. Así, igual que en Hobbes, en Rousseau encontramos un pacto o contrato social, pero ahora en su versión maximalista: no es al soberano absoluto lo que debe elegirse, sino la ley a la que posteriormente se someterán los ciudadanos. La ley debe surgir, y esta es la categoría más importante en el pensamiento del ginebrino, de la voluntad general.
La teoría del contrato social y de la voluntad general han hecho de Rousseau al fundador teórico de la democracia moderna. Sin embargo, se le ha reprochado siempre la vaguedad del concepto de voluntad general, pues ésta, justamente por ser general, no es la de éste ése o aquél sujeto, sino algo parecido a una media aritmética. Ello puede dar pie a que individuos concretos cuyas intenciones para nada sean democráticas se alcen como representantes de una voluntad supuestamente general en la que no se puede reconocer a nadie salvo a ellos mismos. Es el Caso de las dictaduras populistas al modo del nacismo o el comunismo real donde alguien, un individuo o un partido no renuncia a encarnar la voluntad de todo un pueblo.

El liberalismo: A. Smith

Para entender el liberalismo no hay nada mejor que recordar la fábula de las abejas de Mandeville, que A. Smith conoció y sobre cuyo mensaje basó parte de sus ideas. Mandeville propone imaginar dos colmenas. En la primera, el altruismo y la solidaridad son los sentimientos sociales predominantes. La segunda está regida por el egoísmo de cada uno de sus miembros. Según él, la primera colmena, a pesar de la noble querencia de sus componentes está abocada a la ruina; pues allí las abejas menos industriosas o más torpes para libar el polen, verdadera riqueza de la colmena, no serán sancionadas, sino, al contrario, hallarán el subsidio y la ayuda de aquellas otras más trabajadoras o más eficaces. Así, poco a poco en la comunidad va extendiéndose la sospecha de que tanto da trabajar que no trabajar; pues las abejas que trabajan acaban entregando buena parte de su fruto a las que no obtienen los mismos beneficios de su propio trabajo. Además pierden mucho tiempo en ayudar a otras más lentas o menos peritas en las labores de recolección de polen. En una colmena así pronto aparece la frustración de quienes trabajan y producen riquza, así como la picaresca de los negligentes y los perezosos, y al final poco menos que acaban todas las abejas despanzurradas alegremente entre las flores.

En la segunda colmena, ninguno de sus miembros puede confiar en la benevolencia altruista de los otros, lo que crea en la colmena un clima de competencia mutua. Para entendernos podemos imaginar que las hacendosas abejitas de esta sociedad le traen un aire al Scrougge del Cuento de Navidad de Dickens (sí, aquel que recibía la visita de los espíritus ¿embajadores quizá de la primera colmena? De las navidades pasadas presentes y futuras). La moraleja de la fábula de Mandeville es ya un clásico de la filosofía política: vicios privados, beneficios públicos.
Pues bien, lo que Adam Smith va ha hacer en su obra clave Investigación sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones es dotar a la fábula de las abejas de un sustento teórico, del cual se desprende la teoría política y económica liberal, precisamente aquella que en nuestros días parece gozar de más crédito.
A. Smith se pregunta en su obra por qué hay naciones que progresan económicamente mientras otras continúan ancladas en un retraso económico próximo a la edad media. Las causas serán para él dos (de las cuales nos interesará aquí la segunda): la división social del trabajo /labour/ y la existencia de un mercaddo libre de intervenciones. Veamos este último.
En su obra, A. Smith, afirma: “man has a natural inclination to barter” (el hombre tiene una inclinación natural al trueque) Eso quiere decir, y parafraseo al autor, que cuando el bodeguero nos proporciiona vino, el lechero leche o el mamporrero cerdos no lo hacen por altruismo, sino porque calculan en ello su propio interés. Es este interés en una ganancia lo que mueve las relaciones económicas de los hombres. (Algo parecido a lo que sucedía a las abejas de la fábula). Allí donde el egoísmo económico encuentre demasiados obstáculos la actividad económica habrá de retraerse. Al contrario, incentivar el comercio, el mercado, es apoyar no sólo la economía de quienes en él concurre, sino de toda la sociedad. Pues de ese modo se producirán más bienes de consumo, y ello a bajos precios debido a que cada productor debe competir con el resto de los productores. El resultado, como en la fábula, es que del egoísmo económico de los individuos se desprende la prosperidad de la comunidad en general.
La parte más conocida de la obra de A. Smith lo constituye el célebre pasaje de la mano invisible. En él afirma que el mercado es un espacio (económico) que se regula solo: existe como una mano invisible que hace que los intereses egoístas de los sujetos económicos se conviertan en el motor que produce la riqueza general de la sociedad. Es la teoría que conoceis del laissez faire (dejar hacer).
Si os dais cuenta, esto no es sólo una teoría económica sino que tiene importantes implicaciones en la política: puesto que el mercado se regula sólo, es incoherente una teoría política que sancione la necesidad de un estado fuerte e intervencionista. En la filosofía política liberal, dependiente de la teoría económica, el estado debe reducirse al mínimo. Su misión es ante todo la de garantizar el fair play (juego limpio) económico: garantizar la estabilidad jurídica que proporcione confianza a los sujetos económicos. Por eso el liberalismo económico ha solido ir acompañado de democracias parlamentarias, donde no se contempla la posibilidad de un soberano que legisle de modo caprichoso. Por otro lado, el estado tiende a minimizar su labor recaudatoria: es el mercado, y no los sistemas impositivos (de impuestos) quien debe regular también la distribución de la riqueza.